lunes, 6 de diciembre de 2010

Ramón María Torres y “Los rosarios”

“Los rosarios” fue un corto artículo escrito por Ramón María Torres y publicado en 1897.  La década del 1890 fue la más productiva en la vida literaria de Ramón María.  Según Ramón Vargas -quien recopiló su obra publicada y alguna inédita, y escribió una breve biografía sobre él- Ramón María tenía alrededor de 20 años cuando comenzó a colaborar con el aguadillano Rodulfo Hernández López en  La Voz del Pueblo (1887-1891) y su sucesor El Criollo.
Poeta pepiniano Ramón María Torres (1868-1903)
Por ocho meses (1894-1895) escribió para el periódico La Correspondencia de Puerto Rico.  En ese medio está contenida la mayor parte de la obra recopilada por Vargas.  En San Sebastián Ramón María escribió para todos los fugaces periódicos que vieron la luz entre 1895 y 1897.  Según un anuncio de La Correspondencia, en 1896 fue publicado un libro de sus poesías con prólogo de José de Diego, pero no se ha podido recuperar copia alguna.  Entre 1896 y 1897 escribió poesías y cuatro artículos para Revista Blanca, de los cuales “Los rosarios” es uno.[1]

Ramón María fue hijo natural de José A. Mislán Guerrero, padre del renombrado músico y compositor pepiniano, Ángel Mislán, y de Rosa Torres Rivera.  Su niñez se caracterizó por la extrema pobreza y el lastre social de su nacimiento fuera de matrimonio.  En la época y el pueblo donde le tocó vivir, esa carga se llevaba por toda la vida.  Fue un autodidacta.  La escuela primaria de su tiempo en San Sebastián estaba clasificada de segunda.  No había grados, sólo se enseñaba un cúmulo de conocimientos basados en la memorización de ciertos textos.  La escuela secundaria era casi inexistente en Puerto Rico.
           
Dentro de la pobreza extrema en que creció, Ramón María tuvo la fortuna de contar con la tutoría de un sacerdote excepcional.  El párroco Quintín Octavio Perdomo era natural de Coamo.  Realizó estudios en la Universidad de Salamanca.  Se graduó de doctor en teología y derecho canónico.  Mientras la inmensa mayoría del clero en Puerto Rico era español y conservador, San Sebastián tuvo un sacerdote nativo, ilustrado y liberal. Estuvo en San Sebastián hasta enfermar de muerte.[2]  Fue miembro fundador del Casino de Pepino en 1882.  Proveyó incontables lecturas que Ramón María devoraba.  Su influencia espiritual sobre Ramón María es innegable.

El poeta trabajó como escribiente, primero en la iglesia y luego en el tribunal municipal.  Su despido por el juez, con motivo de un poema suyo, lo hizo exclamar: “¡Dejarme un juez cesante por el nefando crimen de ser poeta!”  Durante el lapso de tiempo que pasó antes de volver a la escribanía del tribunal, una vez subieron los criollos al poder, trabajó en la farmacia de Narciso Rabell Cabrero, quien fue un benefactor del arte en San Sebastián. 

Ramón María fue conocido en el pueblo como Moncho Lira.  Se le veía frecuentemente recitando versos en la plaza o en los cafetines del pueblo.  También presentó recitales de sainetes y poesías en el casino.  Con su acostumbrado humor, escribió sobre su rol en muchos noviazgos a los que contribuyó escribiendo cartas:

¡A cuántas madres de familia he tenido yo el alto honor de enamorar!  Por supuesto, en cuanto las cosas han llegado a mayores he rescindido mis poderes.  Y los amantes han contraído justas nupcias, esto es: se han lucido.  Y el novio fumando y yo escupiendo.  ¡Ese es el mundo.! [...] ¡Vamos! que pensando en este asunto hay que decir como el valiente Prim, cuando al verle herido su esposa exclamó: “¿Qué es eso Juan?”  Y el repuso: “Gajes del oficio.”[3]

Moncho Lira fue genuinamente amado en el pueblo.  Prueba de la naturalidad con que era abordado, a pesar de su excepcional intelecto, fue la invitación que le extendió don Pedro, un jíbaro de tierra adentro y sin educación, a un rosario cantado.  Don Pedro era -lo que se llamaba en esa época- un campesino acomodado.  Para hacer atractiva la invitación, le advirtió a Ramón María que habría disparos de cohetes antes de empezar el rosario.  Este fue el primero de varios indicios que el autor de “Los rosarios” da sobre la holgada posición económica de su anfitrión.

 Después de una penosa travesía, y cuando finalmente encuentra la casa de don Pedro, Ramón María sube al balcón, un detalle de construcción considerado de lujo en esa época.  Se trata nada menos que del efecto del apogeo cafetalero de las últimas dos décadas y media del siglo 19.  En un tiempo Don Pedro había sido un miliciano o un recluta sin tierras, que pagaba con trabajo su tributo al Estado.  Llegó a ser  agricultor y comisario de barrio, cargo que anteriormente sólo ejercían los hombres más importantes.  Del título que antes ostentó de “ño” Pedro, pasó a ser “don” Pedro.

Acostumbrado a la música selecta desde pequeño (entre ella, la de su medio hermano Ángel Mislán y la su padre), a Ramón María le resultó estridente el canto.  Pero este invitado especial tuvo la sensibilidad de ver, dentro de la rusticidad campesina, la devoción o la “religiosa unción”.  Sólo viéndolo -dijo- se puede apreciar la “extension de la religiosidad” del pueblo.

 El campesino apenas tuvo contacto con la iglesia, pero eso no le restó religiosidad.  Si su unión matrimonial no tuvo la bendición sacramental, ello no la hizo menos permanente.  En su credo, echar el agua sobre sus hijos en un rito casero fue una ceremonia de iniciación en la cristiandad con el mismo vigor que un bautismo.  Los votos campesinos fueron pagados con rosarios, no con misas. El contacto con Dios se dio frente al altar doméstico.  Los cantores descritos por Ramón María están frente a la “imagen de los magos”, pero le cantaron a Jesús, hecho carne, el Libertador.  En la misa se es un expectador; en el rosario se es un protagonista.  En una sociedad donde no es asunto de hombres -de clase social alguna- asistir a la iglesia, en el rosario el hombre es “el guía”.  Por muy largos que a Ramón María le parecieron los tercios del rosario, los campesinos estaban a sus anchas, inmersos en su celebración cumbre.  El único aviso del final del rosario fue la aurora.

 Ramón María no sólo vio profunda religiosidad en el rosario, también vio poesía.  No hay que adivinar lo que para él era poesía, pues puso su definición en palabras:

                                Ave que tiende el vuelo poderoso
                                en busca de su nido, que es el cielo.

                                Alma que siente indefinible gozo
                                en medio de su amargo desconsuelo.

                                ¡El ropaje magnífico de gala
                                con que se viste Dios en esta vida![4]

 Las notas cantadas le sonaron como quejidos a Ramón María. La melancolía de los cantos le recordaron su soledad.  Nunca tuvo familia propia.  No se explica por qué sus pesares y sinsabores siempre tienen que estar obstinadamente presentes.

En el breve relato sobre el rosario cantado no podían faltar las observaciones sobre el rol social que ejercían.  Además de acto religioso, es ocasión de encuentro.  Entre una y otra sesión de cantos devocionales, hay intermedios hasta de dos horas para conversar.  Ese momento es llamado “histórico” por incluir el “insondable” café prieto, pues su gusto no tiene fin.  ¡Sólo a un poeta se le ocurirría tal expresión!  El momento es ideal para la iniciación de relaciones amorosas.  Hoy resulta curioso que Ramón María, en lugar de hablar de que allí se forman futuros noviazgos, habla de futuros matrimonios.  En aquel tiempo no había tal cosa como probar si una relación amorosa funcionaría para las partes.  La única finalidad honorable del acercamiento a una muchacha era el matrimonio.

El rosario de San Sebastián de fines del siglo 19 no incluyó bebidas alcohólicas, ni baile.  Quizás esos ingredientes fueron añadidos cuando empezó a perderse la espiritualidad original  y el vuelo al cielo.  En casa de don Pedro los reyes pudieron saludar a la aurora del nuevo día sin que el rosario terminara como el “rosario de la aurora” que luego se generalizó.

El anfitrión despidió a Ramón María con la absoluta seguridad de haberle ofrecido el más excelente representación o ceremonia.  De no ser así no le hubiera preguntado confiadamente “qué le pareció”.  Si por algo don Pedro había invitado a Ramón María fue porque sabía que entendía sobre “versación”.  Intuía su espiritualidad, aunque probablemente nunca había leído su poesía “Junto a una cruz”.

¡Oh santa cruz que en medio del camino
te levantas callada y silenciosa.
Refugio del errante peregrino,
como faro de luz esplendorosa
señalará el puerto deseado:
al que en mares de pena sepultado
cruza del mundo el áspero desierto![5]


[1] Ramón Vargas Pérez, Ramón María Torres: su vida y su obra (San Sebastián: Editoria Corripcio, 1989)
[2] Andrés Méndez Liciaga, Boceto histórico del Pepino (Mayagüez: Tip. La Voz de la Patria, 1925), p. 148;  Antonio Sagardía, “San Sebastián ha producido numerosos hombres ilustres”, El Mundo (18/enero/1952), p. 16.
[3] Vargas, Ramón María, Págs. 204-205.
[4] Vargas, Ramón María, p. 115.
[5] Vargas, Ramón María, Págs.165-166.

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